Cuando llegaba ese
día de la semana, todo el barrio miraba al cielo; ¿Qué pasaría? El sol iba
saliendo tímidamente, porque las nubes siempre hacían acto de presencia, quizás
para acercarse un poco más hacia abajo y ver lo que sucedía sobre nosotros.
Yo recuerdo –era una niña-, las
túnica de mis amigos colgadas en el pestillo de la puerta o en el cordel que de
pared a pared habían puesto cuando eran más de dos y tres, mientras sus madres
planchaban las largas colas azules de la Hermandad del Baratillo, no sin cierta
envidia y me preguntaba: ¿por qué no yo?.
La mañana se hacía corta y larga a
la vez, la visita a la pequeña Capillita para ver cómo iban arregladas las
imágenes era primordial, ya que todos queríamos ser los primeros para poder
decir después en el mercado, tiendas, trabajo, etc. “yo ya la he visto”.
Mi familia estaba dividida entre las
dos Hermandades del Arenal (en aquellos años, solo había dos): El Baratillo y
La Carretería; pero eso no era óbice para que la alegría aflorara a nuestros
corazones. Mi madre era “Carretera”, de ella heredé mi pasión por esta
cofradía, pero aún así era de las primeras que iba al Baratillo a ver las
Vírgenes y escuchar Misa, ¡que orgullosa venía con su cinta azul prendida en el
pecho y otra que había pedido para mi abuela que no podía andar debido a sus
dolores y siempre estaba sentada en un gran sillón. ¡con qué mimo mi abuela
besaba ese trozo de lazo y se presignaba antes de ponérsela¡ .Después le rezaba
al Cristo y a la Virgen y ya estaba dispuesta para esperar a la familia que por
la tarde vendrían a ver la Cofradía y de camino a tomar el cafelito. Recuerdo
que –si la economía lo permitía-, ese día se hacían en mi casa las
tradicionales torrijas, si no, nunca faltarían los ricos pestiños, acariciados,
más que amasados, por las manos de la Tita Asunción, “la Chacha”.
Yo mientras me escapaba al piso de
abajo, donde nuestra querida vecina Guadalupe, estaba vistiendo de nazarenos a
todos los niños, jovencitos y no tan jóvenes, ya que el ritual de poner la cola
y el cordón de la túnica era especial. Como Lupe doblaba la cola, no había
quién lo hiciera, lo hacía tan bien, que una vez en las filas de la Cofradía se
distinguían las que ella había puesto. Ahora nuestra querida Lupe está arriba,
y sigue vistiendo de nazarenos azules a sus queridos hijos Ángel y José Antonio
Vázquez Martinelli, a mi querido amigo Pepito y mis familiares que ya están con
ella y quién sabe si hasta el Bendito Patriarca San José, le pide que le ponga
bien el cíngulo, porque el Niño Jesús le tira del cordón. Tú que puedes, Lupe,
ruega por nosotros.
Una vez cumplido el ritual de
vestirse de nazarenos, yo –como antes he dicho-, me escapaba hacia la Capilla
para verla salir, me escabullía entre la gran masa de personas que se arremolinaban
ante sus puertas e intentaba ponerme en primera fila. Me encantaba ver salir el
paso del Cristo de frente, era difícil, muy difícil; le quitaban las cartelas,
los guardabrisones de los lados, los angelotes, la cruz abajo sin casquetes y
todos los hombres a la voz del capataz,( unos de rodillas, otros ayudando desde
fuera), iban sacando poco a poco ese “paso” que para mi tenía y sigue teniendo
una cosa especial. Entonces la puerta era más bajita que ahora y por lo tanto
la salida mucho más trabajosa. Lo veía venir hacia mí y mis ojos querían
abarcarlo todo entero ¡imposible¡. Mis jóvenes ojos iban de un lado a otro: La
Cruz con su sudario, su I N R I dorado ¿era de oro?, no lo
sé, pero para mí era el más bonito de todos, sus candelabros de guardabrisas,
la Virgen de la Piedad con su bellísimo rostro de niña buena llena de dolor,
vestida con su saya granate y su manto azul marino. Quería ser mayor para
comprarle uno nuevo, ¡que inocencia¡. El Cristo de la Misericordia, siempre tan
muerto, su carne entre morena y verdosa me impresionaba lo mismo que ese brazo
caído sobre el regazo de su Bendita Madre, mostrándonos la corona de espinas
–que a mí me habían dicho le habían quitado las golondrinas- , sus pies
inflamados y traspasados por los clavos y su cabeza, esa cabeza de la cual le
cuelga un mechón de su melena que impresiona aún más su divino rostro a quién
lo ve por vez primera, acariciada por las manos dolorosas de su querida Madre.
Después las flores, siempre claveles
rojos, los más bonitos y delicados para Nuestro Señor y yo me preguntaba: “Dime
Señor ¿por qué es más rojo el clavel cuando formando Calvario lo ponen bajo tus
pies?”.
El paso daba la “revirá” lentamente
hacía la calle Adriano buscando la de García de Vinuesa (antigua calle La Mar).
Mis ojos de niña se nublaban y no veía nada más, aunque al fondo de la
Capillita se adivinaba la morenez de la cara de la Virgen de la Caridad,
dispuesta para su salida, entonces mi vista se quedaba parada en esa sábana tan
blanca que siempre me he preguntado y aún hoy me lo pregunto: “¿Quién lava y
plancha esa sábana?..
Cuando la veo acuden a mi memoria
las palabras del Evangelista Lucas (cap.11-27) que dice: “Mientras decía estas
cosas levantó la voz una mujer de entre la muchedumbre y le dijo: “Dichoso el
seno que te llevó y los pechos que te amamantaron”. Pero El le dijo: “Más bien
dichosos los que oyen la palabra de Dios y la guardan….”
Por eso, persona anónima a la que yo
no conozco, te digo como aquella mujer: “Dichosas las manos que lavan y planchan
la Sábana blanca, para que el Cristo de la Misericordia pueda pasearse por
Sevilla en los brazos de su Bendita Madre, sin que siquiera le moleste una
pequeña arruga en su maltratado Cuerpo. El te bendiga porque tú eres dichosa
porque has oído las palabras de Dios y las guardas”.
En Sevilla, un Miércoles Santo en el Arenal
MANUELA
ESCOBAR CURADO.
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