martes, 11 de agosto de 2015

...Y TUS OJOS ME MIRARON












Quizás fuese hace algunos años y era por esta fecha, el día de la Virgen se acercaba y los calores de agosto hacían las tardes aún más largas. Creo recordar que ese año la fecha de la Virgen era un sábado y por lo tanto, fiesta el 15 y el 16 domingo.
            Una madre se dispone a planchar la ropita de su hija que se estaba arreglando para después de merendar bajar a jugar a la calle con sus amigas y amigos, entonces jugábamos todos juntos. La niña se acerca a su madre para preguntarle algo y en ese momento la madre se vuelve con la plancha de hierro que antiguamente se calentaban en las ascuas de carbón y la niña hace lo mismo, la plancha quedó pegada al ojo izquierdo de la pequeña y una madre loca de dolor y una pequeña también loca de dolor prorrumpen en gritos y lloros de impotencia.
            La madre desmayada sobre una silla y la niña bajo el grifo del agua tratando de que se alivie el dolor de sus quemaduras, ¡inútil¡.
            “Hay que llevarla a la Casa de Socorro”- escuchaba lejanamente la pequeña. Y su madre, revistiéndose de valor y a pesar de la pena y su llanto, coge a su hija y la lleva a la Calle Rosario a la Casa de Socorro, donde le dicen que allí no pueden hacer nada porque no tienen medios, aún así para refrescar el ojito de la pequeña le ponen un colirio.  La Madre. No se queda quieta:  La lleva al médico vecino de la calle, el Dr. Don Antonio Cortés, el cual dio un pronóstico aun peor: quemaduras en el ojo que no podía decir hasta que punto afectaban pues debía de verlas un oftalmólogo. Cosa difícil por la fecha en que estábamos y viernes por la tarde. El Dr. Cortés indicó que la viese un oculista de la calle Garcia de Vinuesa, pero debido ya a lo tarde que era había marchado de su consulta, indicando su enfermera que se dirigieran a la calle Zaragoza que allí vivía el Dr. Cañuelo?. No lo recuerdo. 
            Impaciente esa madre, esperaba a que su hermana volviera del trabajo para ver si le podía prestar el dinero para llevarla al médico. Y  por fin llegó la tita Ana, y venía contenta porque le había tocado una papeleta que llevaba suscrita: 018, y le supuso un premio de 500 pesetas de las de antes. Quedó rota de dolor, porque su sobrina era también la niña de sus ojos e inmediatamente procedieron a llevarla al oftalmólogo. Cuando llegaron, y a pesar del corto trayecto desde la casa, se encontraron con el automóvil del médico lleno hasta arriba y con la familia dentro para comenzar sus vacaciones.
            La madre de la cría se puso de rodillas delante del médico y le rogó que la viese por lo más grande que tuviera. Y este caballero, dijo a su chofer: “Irse que yo me iré mañana, tengo que ver a esta pequeña”.
            Después de unos duros reconocimientos que a la niña le dolían como nadie sabía, les dijo: “La niña ha perdido el ojo, tiene quemaduras de 1º, 2º y 3º grados, además el colirio estaba en malas condiciones y aún está más dañado. Yo solo puedo recetar una pomada para refrescarle y dar calmantes para el dolor, el martes quiero verla a las 6 de la tarde, le taparé el ojo y que no le dé la luz hasta que yo la vuelva a ver”.
            Noche de insomnios, dolores y llantos, y esa madre culpándose de lo sucedido y esa niña diciendo que no, que ella también había tenido parte en ello. Se quedó más tranquila en su cama y de pronto llamó a su madre y le dijo: “Mamá, ¿mañana sale un Virgen de la Catedral?”.
            Su madre le contestó que sí: “Es la Virgen de los Reyes”.
            “Yo quiero verla, mamá”, -dijo la chiquilla.
            Y como las madres a sus hijos no les niegan nada, le prometió llevarla, pero que se tenía que levantar muy temprano, porque la Virgen salía a las 8 de la mañana.
            Y efectivamente, a las 7 de la mañana esa chiquilla iba a la Catedral de la mano de su madre y de su Tia Rafaela.
            Lo que ocurrió después fue inenarrable, salió la Señora desde la Capilla Real (antes salía desde allí); ellas se encontraban en un banco antes de que  la Virgen girase para salir por la Puerta de los Palos, llegó hasta su altura y ocurrió que la pequeña, quizás por el cansancio de la noche en vela, por el dolor, por el calor o debido a la emoción de ver a la Señora, cayó desmayada hacia atrás y tuvieron que echarla en el banco. Por mucho que intentaron reanimarla la niña no respondía, y sólo escuchaba en la lejanía la voz de su madre: “Mari, Mari, hija mía, por Dios Madre mia de los Reyes ¿Qué le pasa a mi hija?. Y escuchaba en su sopor el toque de las campanas y el murmullo de la gente y así estuvo hasta que la Cruz de Guía de la procesión entró por la Puerta de la Asunción (antes no daba la vuelta completa a la Catedral). Entonces llegó el paso en silencio y la niña recobró el conocimiento y quiso ver a la Virgen y su madre, la cogió en sus brazos y la puso delante de la Señora y ocurrió… La Virgen la miró y la niña se cruzó con su mirada y la Virgen le sonrió y la niña también y el Niño de la Señora que iba sentado en su falda, reía. Allí escucharon Misa y volvieron a su casa donde a duras penas pudo tomar un vasito de leche.
            Tal como había indicado el oftalmólogo, el martes día 18 a las seis de la tarde estaban en su consulta. El doctor preguntó cómo había pasado los días y así le contaron de los dolores y pataletas cada vez que ponían la pomada en el ojito. El. Levantó el apósito del ojo de la pequeña y miró con atención y miraba a mi madre y a mi tía y otra vez al ojo, hasta que se oyó una voz que decía: “Señora, ¿Qué le ha hecho a la niña?- ¿Qué le ha puesto usted en el ojo?. Mi madre respondió descompuesta que sólo la pomada y el seguía diciendo: “imposible, imposible, ¿Dónde ha llevado usted a la niña?.
            La madre le relató lo que había sucedido en el día de la Virgen. El doctor preguntó: “Niña, tú me ves?”. Y la pequeña contestó que veía claridad y que a él lo veía “raro”. Como distorsionado, así lo veía.
            El doctor se sentó en su sillón y les dijo a la madre y a la tía: “Señoras, lleven ustedes a la Catedral a la niña y denle las gracias a la Virgen de los Reyes, porque este ojito está curándose y bastante bien”.
            La madre al día siguiente fue a ver la Señora con su hija y le prometió que mientras viviera nunca dejaría el 15 de agosto de acompañarla y lo mismo tendría que hacer su hija.
            Cerca de seis meses estuvo la pequeña con un parche negro en su ojito, como el de los piratas, y sufría la humillación de l@s amig@s, pero estaba contenta porque su ojo se había sanado, solo que debía esperar para que le diese la claridad.
            Y hasta aquí la historia de esta pequeña que cada 15 de agosto acude, ya sin su madre porque está en el Cielo gozando de ese día, a la Catedral para acompañar a la Virgen de los Reyes.
            Algunos pensarán que es historiada, yo les digo que es ciertamente verdad, porque esa niña SOY YO.
            ¡Gracias Madre, por mirarme y sonreírme ese día, nunca te pagaré lo que hiciste por nosotros¡
            ¡Virgen de los Reyes, intercede por nosotros¡.
            En Sevilla, en el Arenal en la festividad de la Virgen de los Reyes.

            

jueves, 23 de julio de 2015

ANOCHE SOÑÉ CON ELLA






Fué en una calurosa noche del mes de Julio, de esas que en Sevilla padecemos y que no te dejan conciliar el sueño; por la ventana no entraba ni un soplo de aire. Tuve que recurrir a las nuevas tecnologías: El aire acondicionado. Ni aún así podía descansar, tenía que relajarme, lo intentaba y todo era inútil, de pronto comencé a rememorar mi infancia en la Calle Arenal –donde he nacido-, de mis juegos en los Arcos del Antiguo Mercado de Entradores, en el Pópulo, con mis amig@s, escuchaba los toques de las campanas de las Iglesias que nos rodeaban: La Magdalena, La O, Santa Ana (esta repicaba de distinta manera), la Capillita del Carmen del Puente de Triana y el humilde tintineo de la Capillita del Baratillo y sobre todas ellas las de La Giralda. ¡La Giralda, se podía abrazar desde la azotea de mi casa¡. Todo lo podía ver, sentir, oler y tocar como entonces, y me vi de la mano de mi queridísima madre camino de la Plaza de Abastos de Triana –ruta diaria-, entonces no teníamos neveras-. Ella me iba contando hermosas historias del barrio de sus amores, de sus vecinos, a los cuales conocía no sólo por la visita diaria, sino porque toda la familia cuando dejaron el Arenal se fueron “pasando el puente”, incluso a mí me baustismaron en la Iglesia de Nuestra Señora de La O, y así recuerdo tras recuerdo me dormí… ya casi al alba.
         A la mañana siguiente aún tenía el hermoso regusto de mi ilusión nocturna. Se lo comenté a mi hermana María José y me animó a que lo escribiera; de esa conversación han salido estas modestas cuartillas, que –aunque no tengan valor literario- yo las he escrito con todo mi corazón, el respeto y el gran amor que he heredado de mis mayores por el Barrio de Triana y todo lo que con eso conlleva: Semana Santa, Rocío, Corpus, la Velá de Señora Santa Ana, sus penas, sus alegrías y sobre todo…. sus gentes.
         Por eso escribo mi sueño…

MI SUEÑO:
       El sol caía de plano sobre la arena seca de la calle –era verano hacía la hora sexta-, el rio estaba en calma, de vez en cuando la brisa levantaba sus aguas haciendo que sobre ellas aparecieran rizos de inmensos colorines: aquí uno rojo, allí otro amarillo y algún que otro azul que se había escapado del brazo de mar que llegaba desde Sanlúcar de Barrameda, dándole al verdor de sus aguas un aspecto impresionante.
         -Recalmón-, como por aquí se dice; los ánsares y alguna que otra gaviota sobrevolaban el Puerto Camaronero al aguardo de las barcas cargadas con el ansiado tesoro sacado desde las profundidades del ancho rio –“El Rio Grande”-, con el fin de rapiñar algo de las nansas que traían los preciados crustáceos, que se combinaban con algunas anguilas, barbos, carpas, sábalos y, si había mucha suerte, unos esturiones que serían celebrados, ya que este pescado se encontraba entre los más deseados por la clase “aristocrática”, debido a la excelencia de sus huevas con las cuales se confeccionaba desde tiempos de César, el caviar más exquisito del mundo.
         


Los rederos, aprovechando hasta el último rayo de luz, cosían las redes y remendaban la urdimbre; los calafateros carenaban sus barquillas y los carpinteros de ribera reparaban sus artes de pesca, bajo un sol de justicia.
         Hacía calor, mucho calor, pero los hombres se afanaban en descargar sus falúas o barcas para volver cuanto antes a sus casas con el escaso jornal que ansiosas esperaban sus familias para poder dar algún bocado a la numerosa prole.
         Algunos vecinos se dirigían hacía las aguas del rio y llenaban sus cántaros de barro para el aseo personal y luego regar la ardiente arena de las puertas de sus casas, donde más tarde –de noche con la fresquita-, comentarán lo acaecido durante la jornada.
         En la lejanía se oye un pregón:
         “jasmineeess, jasmineeess”
         El niño que pregonaba, llevaba una especie de bandeja de hojalata sobre la cual se extendía un paño mojado, inmaculadamente blanco, que le hacía sombra a las preciosas moñas de jazmines que previamente habían hecho su abuela y su madre ensartando las diminutas y olorosas florecillas en una horquilla de moño y que luego él se encargaría de vender. Iba quemándose los pies, porque las alpargatas ya casi no eran; se cubría la cabeza con una gorrilla gris; sus pantalones hasta media pantorrilla estaban tan remendados que no se apreciaba el color original, pero limpios, muy limpios. Se los sujetaba con una tira de tela de hombro a hombro que abrazaba su desnuda espalda. De cuando en cuando se quitaba la gorrilla y se abanaba la cara, tratando de enjugarse el rostro con el dorso de la mano: “jasmineeess, jasmineeess”, vociferaba.
         De pronto se paró. Miró a la derecha y vio la impresionante figura de la Torre del Oro que en ese momento era más de oro que nunca; ante sus escalerillas descansaban las barcas que servían de puente a los sevillanos para desplazarse a Triana en estas noches de verano, en las que iban a escuchar los cantes por “seguirillas” de los gitanos de la Cava y las “soleares del Zurraque” en las tabernas del viejo arrabal ¡verdaderos duelos de cante jondo¡.

         El niño soñaba con ser mayor, era su ilusión estudiar y entrar en la Escuela de Mareantes, aprender, embarcar e irse a Indias y así poder escapar de la miseria. LA ESCUELA ¡la tenía tan cerca y a la vez tan lejos¡. Porque era pobre, muy pobre.
         Tan absorto estaba en sus pensamientos, que no se dió cuenta de que alguien se le había acercado, estaba a su lado y le hablaba.
         -“Hijo, hijo”.
         Volvió la cabeza y la vió, era una mujer. El niño nunca había visto una mujer así: Alta, hermosamente vestida, su cara un poco redondeada y –sin ser joven- tenía una sonrisa angelical, sus ojos lo miraban con tal cariño, que creyó que estaba soñando.
         -“Hijo –dijo la mujer- Dame una moña”.

         El niño aún no repuesto de su aturdimiento, le acercó la bandeja con su blanca mercancía, dándole a escoger la que ella quisiera.
         -“No, dámela tú”.
         Como no podía articular palabra porque estaba todavía en su mundo de ensueño, cogió la más grande, la más bonita, le dio un beso y la prendió en el pecho de la hermosa mujer. De pronto salió de su aturdimiento y al ver su osadía por su detalle, se avergonzó, bajó la cabeza y mirando tímidamente a la señora, le pidió perdón. Ella, al ver su gesto lo atrajo hacía sí y lo abrazó poniendo en su cara el beso más hermoso que jamás le habían dado. Esto le dio fuerzas para preguntarle:
         -“Señora. Tú no eres de aquí ¿verdad?”.
         -“No –respondió la mujer-, soy de muy lejos, pero tengo familia aquí en Triana y he venido a ver que tiene esta tierra para que no quieran volver a nuestras raíces. Y ¿sabes una cosa? Que ya lo he comprobado y que me quedo yo también”.
         -“¿Dónde vives?”. Preguntó el niño.
         -“Aquí cerquita tengo mi vivienda”.
         -“Quienes son tu familia?. Porque en el barrio nos conocemos todos y a lo mejor los conozco”.
         -“!Claro que los tendrás que conocer¡. Tengo una niña que vive en la calle Larga ¡es más guapa¡ -no porque sea mi hija-, tiene los ojos más grandes y negros que jamás se hayan visto. Se llama Esperanza”.
         -“¿La Morena?”. Preguntó el chiquillo un poco azorado por lo del apodo.
         La señora le sonrió y cogiéndole la cara entre las manos le dijo:
         -“Si, la Morena. Así le dicen”,
         -“Y..¿tienes más hijos?
         -“No y Sí”
         -“No y sí. ¿Cómo es eso?
         -“Mira hijo, los caprichitos de Dios y de esta bendita tierra: Una se llama Esperanza, otra Maria de La O; otra Patrocinio, hermosa como una flor, Victoria que es un primor. Y ¿mi Estrella? Y ¿mi Salud?; otra Auxiliadora de Amor, Rosario de mis oraciones a la que le llaman Madre; Pastora del Corazón y Rocio de la mañana a las que aman las gentes y a mi Carmen.. a esta hasta le han hecho una casita en el Puente. ¡Estos trianeros…¡. Pero solo es una: MARIA”.
         El niño cada vez abría más los ojos y no podía articular palabra. Estaba prendado de la señora y de la historia que le contaba.
         “Por eso –continuó la señora- me voy a quedar. En Triana está mi vida, con su olor a rio y a mar, con su barro, con su arcilla he aprendido a modelar y hasta he hecho una vajilla para cuando venga a verme cualquiera de mis chiquillas. También huele a piel curtida, allá lejos, en el Zurraque, y su olor me trae recuerdos de mis rebaños de antes. Y huele a hornos de pan y a jabón de las almonas y a flores de los corrales. ¡Ay que olores y que recuerdos a mi me memoria me traen”.
         -“Señora. ¿vengo mañana a traerte una moñita?.
         -¡Claro¡. Desde ahora tu vendrás todas las tardes, y te esperaré sentada en la puerta de mi calle”.
         El niño se fue contento ¡que contento iba madre¡. La señora le había prometido que le compraría los jazmines todos los días.
         Volvió al siguiente día. Esperó. No llegó nadie. Y el niño se quedó triste. Ya no pensaba en irse a las Indias, sólo en la señora; pero ¿ir a buscarla? ¿Dónde?. No sabía dónde vivía. Ni siquiera como se llamaba. No volvería a verla nunca más. Y el niño se quedó triste, muy triste…


EPILOGO
         Han pasado los años, el niño que vendía los jazmines se ha convertido en un hombre, pero no se fue a las Indias, se quedó en Triana, esperando a la señora.
         Un día de calor grande, pasó por Vázquez de Leca y vió como en la puerta de una gran casona se arremolinaba la gente, alguien tropezó con él y de un empujón lo metió hasta dentro del patio. Cuando pudo reaccionar miró a la derecha –como aquella tarde-, pero no vió la Torre del Oro, un alto muro no dejaba pasar la luz del sol. Quiso seguir adelante para salir por la otra puerta, pero se lo impidió una baranda. De pronto encontró un hueco y sin saber como, se vió caminando por el centro del barandal. Miró al frente y… ¡Vive Dios¡.. ¡Allí estaba la Señora¡. Sentada –como le dijo- entre su Nieto y su Hija. ¡Más hermosa que nunca¡.
         El hombre la miró entre lágrimas mientras Ella sonreía.
         -“Cuanto has tardado¡ pero.. ¡por fin has venido¡. Le dijo la Señora”.
         -“Sí –contestó el con lágrimas de alegría- y te prometo Señora que de aquí no me iré ya, estaré siempre a tu vera lo que me reste de vida, mirando tu hermoso rostro ¡Señora del alma mía¡. Siempre aquí, bajo tus plantas y de tu Bendita Hija. Cuidaré tan bien de Ti, que tu Nieto, nunca, nunca, seguro me vá a reñir. Te lo prometo Señora, de aquí no me voy jamás. Te lo prometo Señora, ¡aunque no te pueda hablar¡”
El hombre lloraba y Santa Ana sonreía y en sus manos sostenía UNA MOÑA DE JAZMINES.
         ¡Gracias Paco, por quedarte¡


         Esta historia se la dedico a mi madre, a todos los trianeros, a los abuelos y a todas las personas que por lo menos una vez acuden el día 26 de Julio a la Catedral de Triana para ver a Señá Santana, la abuela de Dios.
         A Paco “el mudo de Triana”, que es el verdadero artífice de ella.
         Y a María José Alías que me dio la fuerza para contarles mi sueño de verano, porque de verdad yo “ANOCHE SOÑÉ CON ELLA”.
         En Sevilla para Triana cualquier día de los "señalaitos" del mes de Julio de cualquier año.
         

martes, 14 de julio de 2015

EL BÚCARO




En la calle Arenal donde yo nací, sólo había una casa habitada en la acera izquierda, lo demás eran negocios, almacén de azulejos, de abonos, unos talleres mecánicos, etc. La acera derecha, parte de los Arcos del Mercado de Entradores donde se encontraban instaladas las oficinas del Ayuntamiento y la Parada de los Autobuses que traían y llevaban a los viajeros de los pueblos del Aljarafe.
         Y en esa única casa habitada era donde yo vivía. Constaba de dos pisos: el principal y el segundo y en su fachada tres balcones a la calle cada uno.
         Cada piso constaba de siete viviendas, y en el principal, un patio cuadrado lleno de macetas grandes de palmeras y arpidristas. Y en el segundo igual número de viviendas con un gran barandal rodeando el patio precioso, de donde colgaban maravillosas macetas que eran una delicia al llegar la primavera con flores de todas clases, colores y olores. Y… la azotea… en la azotea había también una vivienda (ahora la llamarían ático), donde habitaba un matrimonio “mu güena gente”. Saliendo, nos encontrábamos a la derecha con un lavadero con cinco pilas, sus grifos y un fogón de leña para calentar el agua cuando tocaba el día de lavado en invierno.
         La azotea era grandiosa, por la derecha daba a la calle Pastor y Landero, por la izquierda (como no había ningún edificio alto que estorbara la visión), se podía contemplar todo el Paseo de Colón, el rio, la calle Betis, la torre de Santa Ana y hasta el Monumento al Sagrado Corazón de Jesús en San Juan de Aznalfarache. Al frente (como ya he dicho), con las monteras del Mercado de Entradores y las terrazas de los pisos de los empleados del Ayuntamiento. Si te dabas la vuelta, veías la lona rayada del tendido de sombra de la Plaza de los Toros: “La Maestranza”, la Capilla de los Maestrantes y la Giralda… ¡que bonita se veía la Giralda desde mi azotea y que cerquita.. parecía que se podía abrazar¡
         La azotea también estaba llena de macetas de flores: jazmines, claveles reventones que trasminaban con su olor a clavo, rosas, azucenas, pacíficos, hortensias, gladiolos, nardos, geráneos, gitanillas y toda clase de plantas. ¡Que primor esos días de Semana Santa y Feria¡. Se entremezclaban con su perfume el olor de la miel de las típicas torrijas o pestiños. ¡Era el delirio¡.
         Las artífices de este pequeño jardín dentro de un centro urbano eran todas las vecinas, pero la máxima responsable era una persona muy querida por todos nosotros. Se llamaba Teresa, pero le decíamos Teresita; era no muy alta pero muy grande en su forma de ser; ella era la que ponía orden en todo y en particular sobre los niñ@s que nos juntábamos en la casa y a la única que hacíamos caso. ¡cualquiera iba a la azotea solo¡, subía y nos bajaba dándonos un cate en semejante parte del cuerpo, parece que la oigo decir: “Que no se sube a la azotea, que no es para jugar ni correr, que después caen goteras cuando llueve”. Ninguno de nosotros hemos tenido un trauma por el cate que nos daba Teresita.
         Pues bien, un día Teresita habló con los vecinos y dijo que el día 15 de Agosto se casaba con Diego en la Parroquia de la Magdalena; ya había muerto su madre, que trabajó como antes se trabajaba para sacar sus hijas adelante, vendiendo la prensa en su kiosko del Paseo de Colón.
         Mi familia –como todos los vecinos-, se dispusieron a regalarle algo para su ajuar, cada uno dentro de sus posibilidades, tampoco estaban los tiempos para muchos gastos, aunque ella se lo merecía todo. Mi madre le compró un juego de cazos, espumaderas y tijeras (un set de cocina sería ahora).
Mi tia Ana, hermana de mi madre, quiso hacerle un regalo ella sola y como su prometido tenía tienda de cerámica en Triana, le trajo un botijo (un búcaro como decimos nosotros), de los llamados de invierno, ejemplar único trabajado para Teresita. Yo tan pequeña como era, me encantó desde el primer momento que lo ví, era verde jaspeado (ya que era bética), con unas cenefas de colores finamente talladas a mano. Con el asa, la boca y el pitorro de un color entre rosa y grisáceo. ¡Una maravilla¡
         Ya cuando fui mayor seguía fiel a mi cariño hacía el búcaro. Ella lo mimaba y cuidaba con esmero, porque mi tía cuando se casó, tuvo la desgracia de fallecer de un tercer parto, y era como un vínculo entre las dos, ya que Teresita la había visto nacer y la quería muchísimo.
         Ha pasado el tiempo, nosotros nos mudamos de la calle Arenal. Teresita siguió allí fiel hasta el final cuidando sus queridas macetas y recibiendo las visitas de los vecinos que ya no vivíamos en la casa, pero que semanalmente se le hacía. Y se quedó sola, Diego se fue un día a ver la Cara de su Virgen Macarena y le decía que era aún más bonita que la de aquí abajo.
         Un día Teresita se cayó y se dio un golpe en la cabeza, la encontraron muy mal y la ingresaron en un hospital; tuve la suerte de que cuando fui a verla me reconociera; dos días después también se fue a buscar a su compañero para ver su Macarena, como aquellos Jueves Santos en los que vistiendo sus mejores galas e incluso de mantilla, visitaban las Sagradas Imágenes. Ella era del Calvario. Y luego volver ya de noche, después de haber pasado el día grande de Sevilla, paseando por todos su recovecos. ¡Dios los tenga a su lado¡.
         Días más tarde de su óbito, su ahijado me llamó por teléfono, para decirme que fuera ya que tenía una cosas para mí. Fui y me entregó fotografías, estampitas de comunión y algún que otro documento de mi familia. Me regaló un Niño Jesús en su cuna antiquísimo y… ¡el búcaro que un día mi tia Ana le había regalado. Lloré de emoción cuando lo tomé en mis brazos, era como si Teresita se hubiese enterado de que yo estaba “enamorada” de él, además por ser una prenda de mi querida tía Ana.
         Hoy ese búcaro se encuentra en un lugar preferente de mi casa, encima de mi biblioteca, y cada vez que miro un libro lo veo y me acuerdo de ¡tanta cosas que sólo los que están arriba lo saben¡.
         No te pude dar las gracias, pero con estas humildes palabras te digo que nunca te olvidaré- ¡Gracias por ser como eras, con tus defectos pero también con tus virtudes¡. ¡Dios te bendiga, Teresita¡.



         En Sevilla, cualquier día en el Arenal.

viernes, 10 de abril de 2015

LA SABANA DEL SEÑOR




Cuando llegaba ese día de la semana, todo el barrio miraba al cielo; ¿Qué pasaría? El sol iba saliendo tímidamente, porque las nubes siempre hacían acto de presencia, quizás para acercarse un poco más hacia abajo y ver lo que sucedía sobre nosotros.
            Yo recuerdo –era una niña-, las túnica de mis amigos colgadas en el pestillo de la puerta o en el cordel que de pared a pared habían puesto cuando eran más de dos y tres, mientras sus madres planchaban las largas colas azules de la Hermandad del Baratillo, no sin cierta envidia y me preguntaba: ¿por qué no yo?.
            La mañana se hacía corta y larga a la vez, la visita a la pequeña Capillita para ver cómo iban arregladas las imágenes era primordial, ya que todos queríamos ser los primeros para poder decir después en el mercado, tiendas, trabajo, etc. “yo ya la he visto”.
            Mi familia estaba dividida entre las dos Hermandades del Arenal (en aquellos años, solo había dos): El Baratillo y La Carretería; pero eso no era óbice para que la alegría aflorara a nuestros corazones. Mi madre era “Carretera”, de ella heredé mi pasión por esta cofradía, pero aún así era de las primeras que iba al Baratillo a ver las Vírgenes y escuchar Misa, ¡que orgullosa venía con su cinta azul prendida en el pecho y otra que había pedido para mi abuela que no podía andar debido a sus dolores y siempre estaba sentada en un gran sillón. ¡con qué mimo mi abuela besaba ese trozo de lazo y se presignaba antes de ponérsela¡ .Después le rezaba al Cristo y a la Virgen y ya estaba dispuesta para esperar a la familia que por la tarde vendrían a ver la Cofradía y de camino a tomar el cafelito. Recuerdo que –si la economía lo permitía-, ese día se hacían en mi casa las tradicionales torrijas, si no, nunca faltarían los ricos pestiños, acariciados, más que amasados, por las manos de la Tita Asunción, “la Chacha”.
            Yo mientras me escapaba al piso de abajo, donde nuestra querida vecina Guadalupe, estaba vistiendo de nazarenos a todos los niños, jovencitos y no tan jóvenes, ya que el ritual de poner la cola y el cordón de la túnica era especial. Como Lupe doblaba la cola, no había quién lo hiciera, lo hacía tan bien, que una vez en las filas de la Cofradía se distinguían las que ella había puesto. Ahora nuestra querida Lupe está arriba, y sigue vistiendo de nazarenos azules a sus queridos hijos Ángel y José Antonio Vázquez Martinelli, a mi querido amigo Pepito y mis familiares que ya están con ella y quién sabe si hasta el Bendito Patriarca San José, le pide que le ponga bien el cíngulo, porque el Niño Jesús le tira del cordón. Tú que puedes, Lupe, ruega por nosotros.
            Una vez cumplido el ritual de vestirse de nazarenos, yo –como antes he dicho-, me escapaba hacia la Capilla para verla salir, me escabullía entre la gran masa de personas que se arremolinaban ante sus puertas e intentaba ponerme en primera fila. Me encantaba ver salir el paso del Cristo de frente, era difícil, muy difícil; le quitaban las cartelas, los guardabrisones de los lados, los angelotes, la cruz abajo sin casquetes y todos los hombres a la voz del capataz,( unos de rodillas, otros ayudando desde fuera), iban sacando poco a poco ese “paso” que para mi tenía y sigue teniendo una cosa especial. Entonces la puerta era más bajita que ahora y por lo tanto la salida mucho más trabajosa. Lo veía venir hacia mí y mis ojos querían abarcarlo todo entero ¡imposible¡. Mis jóvenes ojos iban de un lado a otro: La Cruz con su sudario, su I N R I dorado ¿era de oro?, no lo sé, pero para mí era el más bonito de todos, sus candelabros de guardabrisas, la Virgen de la Piedad con su bellísimo rostro de niña buena llena de dolor, vestida con su saya granate y su manto azul marino. Quería ser mayor para comprarle uno nuevo, ¡que inocencia¡. El Cristo de la Misericordia, siempre tan muerto, su carne entre morena y verdosa me impresionaba lo mismo que ese brazo caído sobre el regazo de su Bendita Madre, mostrándonos la corona de espinas –que a mí me habían dicho le habían quitado las golondrinas- , sus pies inflamados y traspasados por los clavos y su cabeza, esa cabeza de la cual le cuelga un mechón de su melena que impresiona aún más su divino rostro a quién lo ve por vez primera, acariciada por las manos dolorosas de su querida Madre.
            Después las flores, siempre claveles rojos, los más bonitos y delicados para Nuestro Señor y yo me preguntaba: “Dime Señor ¿por qué es más rojo el clavel cuando formando Calvario lo ponen bajo tus pies?”.
            El paso daba la “revirá” lentamente hacía la calle Adriano buscando la de García de Vinuesa (antigua calle La Mar). Mis ojos de niña se nublaban y no veía nada más, aunque al fondo de la Capillita se adivinaba la morenez de la cara de la Virgen de la Caridad, dispuesta para su salida, entonces mi vista se quedaba parada en esa sábana tan blanca que siempre me he preguntado y aún hoy me lo pregunto: “¿Quién lava y plancha esa sábana?..
            Cuando la veo acuden a mi memoria las palabras del Evangelista Lucas (cap.11-27) que dice: “Mientras decía estas cosas levantó la voz una mujer de entre la muchedumbre y le dijo: “Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron”. Pero El le dijo: “Más bien dichosos los que oyen la palabra de Dios y la guardan….”
            Por eso, persona anónima a la que yo no conozco, te digo como aquella mujer: “Dichosas las manos que lavan y planchan la Sábana blanca, para que el Cristo de la Misericordia pueda pasearse por Sevilla en los brazos de su Bendita Madre, sin que siquiera le moleste una pequeña arruga en su maltratado Cuerpo. El te bendiga porque tú eres dichosa porque has oído las palabras de Dios y las guardas”.

                        En Sevilla, un Miércoles Santo en el Arenal
                                                          
                                                           MANUELA ESCOBAR CURADO.